Comentarios a lectura de la Palabra del Domingo.
“Se maravillaban de
sus enseñanzas, pero no creían en Él” (Mc 6,1-6).
En aquel tiempo, fue Jesús a su pueblo en compañía de sus
discípulos. Cuando llegó el sábado, empezó a enseñar en la sinagoga; la
multitud que lo oía se preguntaba asombrada:
—«¿De dónde saca todo eso? ¿Qué sabiduría es ésa que le han
enseñado? ¿Y esos milagros de sus manos? ¿No es éste el carpintero, el hijo de
María, hermano de Santiago y José y Judas y Simón? Y sus hermanas ¿no viven con
nosotros aquí?»
Y esto les resultaba escandaloso.
Jesús les decía:
—«No desprecian a un profeta más que en su tierra, entre sus
parientes y en su casa».
No pudo hacer allí ningún milagro, sólo curó algunos
enfermos imponiéndoles las manos. Y se extrañó de su falta de fe.
Y recorría los pueblos de alrededor enseñando.
APUNTES
Ezequiel es elegido por Dios para una misión difícil: hablar
en Su nombre a un pueblo rebelde, terco, obstinado y de dura cerviz (1ª
lectura). Dios no dejó de enviar a sus profetas, aún cuando Israel se resistía
a escuchar. Es así que «muchas veces y de muchos modos habló Dios en el pasado
a nuestros padres por medio de los Profetas» (Heb 1,1).
Finalmente, «al llegar la plenitud de los tiempos» (Gál
4,4), Dios envió a su propio Hijo para hablar a su Pueblo por medio de Él (ver
Heb 1,2). El Señor Jesús, el Hijo de Dios, es la Palabra misma del Padre, el
Verbo divino, Dios mismo que por obra del Espíritu Santo se encarnó de María
Virgen para hablarle a su criatura humana en un lenguaje humano.
Mas también el Hijo enviado por el Padre se encontró con la
dureza de corazón de su Pueblo, sufriendo el mismo destino de tantos profetas.
Así sucedió especialmente cuando entró en Nazaret, el pueblo
que lo vio crecer, para anunciar también allí su Evangelio como lo venía
haciendo en otras ciudades desde el inicio de su ministerio público. Cuando un
sábado se puso a enseñar en la sinagoga de Nazaret, los oyentes quedaron
admirados de su sabiduría. ¿De dónde había sacado tales enseñanzas? A su
enseñanza se sumaban los milagros que había hecho en otros lugares, cuya
noticia había ya llegado a sus oídos. Enseñanza muy superior a la de los
fariseos y escribas, enseñanza portadora de una “autoridad” nunca antes vista,
más las señales o milagros que certifican que Dios está con Él y actúa a través
de sus manos… ¿no sería Él el Mesías? Éste era el cuestionamiento que sin duda
había despertado el Señor entre sus paisanos. Sin embargo, esa posibilidad se
estrella contra la creencia difundida entre los judíos que el origen del Mesías
sería misterioso y desconocido: «cuando venga el Cristo, nadie sabrá de dónde
es» (Jn 7,27). El escándalo que se produce entre los nazarenos, es decir, la
falta de credulidad en Él como Mesías, se debe a que de «éste [sí] sabemos de
dónde es» (Jn 7,27). Justamente porque conocían a sus padres y parientes,
porque había crecido y vivido entre ellos por treinta años, siendo conocido
como el hijo del carpintero y carpintero Él mismo, es que —según sus cálculos y
razonamientos— no podía tratarse del Mesías.
Llama la atención en este pasaje del Evangelio que en contra
de la costumbre judía se llame al Señor Jesús «el hijo de María». Lo apropiado
hubiera sido llamarlo «hijo de José», dado que a los hijos se los vinculaba con
el nombre del padre. ¿Se trata acaso de una alusión a la concepción virginal de
Jesús?
Allí donde leemos “hermanos” o “hermanas” de Jesús ha de
entenderse siempre parientes y familiares que no son hijos del mismo padre y
madre. Y es que ni en hebreo ni en arameo existía una palabra específica para
designar a los primos u otros parientes. Sencillamente, todos eran igualmente
llamados “hermanos”. Ejemplos que confirman este uso son numerosos en la
Escritura (ver Éx 2,11; Lev 10,4; 2Re 24,17; Jer 37,1; 2Sam 2,26, etc.). Así,
por ejemplo, Abraham dice que él y Lot son “hermanos” (Gén 29,15), cuando es el
mismo libro el que dice que Lot era hijo de una hermana de Abraham, por tanto,
su sobrino (ver Gén 29,13; 28,2; Tob 8,7).
Es la traducción literal al griego y al castellano lo que ha
dado lugar a confusión, dando pie a que algunos usen esta expresión para
“demostrar” que María tuvo además de Jesús otros hijos y que por lo tanto no
era virgen. La Tradición confirma plenamente que Jesús era hijo único de María,
y que por lo tanto al decir “hermanos” hay que entender “parientes” que no son
hijos de su madre.
Volviendo a la actitud de los nazarenos, concluye el
Evangelio que debido a su falta de fe y confianza en Él, el Señor «no pudo
hacer allí ningún milagro». Esta cerrazón y negativa a creer en el Señor se
convierte en un obstáculo insalvable para que Dios pueda realizar señales y
prodigios en medio de su pueblo. Queda de manifiesto que el Señor, aunque
quiera y tenga el poder, no puede actuar allí donde el hombre no se lo permite.
La falta de milagros o intervenciones divinas no está en la supuesta inacción
de Dios, sino en la dureza del corazón del hombre que se cierra a la acción
divina. La desconfianza en Dios, la incredulidad, son actitudes que esterilizan
la eficacia de la Palabra divina, que entorpecen, limitan o cancelan toda
acción divina en el corazón y en la vida del ser humano, porque Dios respeta
profundamente la libertad de su criatura humana y nunca la avasalla.
En el anuncio del Evangelio también los apóstoles del Señor
se encontrarán con el rechazo, la dureza de corazón, la cerrazón y rebeldía con
que tantos profetas y el Señor mismo se encontraron. Uno de ellos es San Pablo
(2ª lectura), que en medio de las dificultades para llevar a cabo fielmente su
misión encuentra la fuerza no en sí mismo sino en Cristo.
LUCES PARA LA VIDA CRISTIANA
Quien escucha el relato del Evangelio puede sorprenderse
ante la actitud de los paisanos de Jesús: quedan asombrados e impactados por su
sabiduría y sus enseñanzas. Sin embargo, pesa más el conocimiento que ya traían
de Él: «¿No es éste el carpintero?» Se impone el “ya lo conocemos”, la
desconfianza, y así se hacen incapaces de dejarse tocar y transformar por la
Buena Nueva que Él anuncia.
Nosotros, “desde la tribuna” y a la distancia, podemos caer
en juzgar fácilmente a aquellos oyentes escépticos: “¿cómo es posible que no le
creyesen?”, y acaso añadimos también: “Si yo hubiera estado allí, ¡yo sí le
habría creído!”
Pero, ¿no endurecemos acaso también nosotros tantas veces
nuestros propios corazones a la Palabra divina, al anuncio del Evangelio?
¿Leemos y meditamos, por ejemplo, diariamente las enseñanzas del Señor? ¿Le
creemos tanto al Señor de modo que nos afanamos en hacer de sus enseñanzas
nuestro modo de pensar, de sentir y de actuar? ¿O acaso reconozco que todo lo
que ha enseñado Cristo es admirable, sin embargo, no lo aplico en mi vida
cotidiana? ¿Tomo en cuenta sus enseñanzas a la hora de pensar, de tomar
decisiones, de orientar mi acción? ¿Es la distancia en el tiempo, o el no poder
verlo o escucharlo personalmente, una excusa válida para no seguir al Señor,
para no tomar suficientemente en serio sus enseñanzas?
Nuestra propia dureza y rebeldía frente a Dios se expresa
muchas veces no en una incredulidad declarada sino en unas preferencias de
hecho. Vivimos muchas veces en un ‘agnosticismo funcional’, es decir, decimos
creer, pero actuamos como quien no cree. Y es que es en las pequeñas y grandes
opciones de la vida cotidiana, en nuestros actos, donde se manifiesta si
verdaderamente le creemos a Dios o sólo decimos que le creemos. ¡Cuántas veces,
por mi falta de fe y confianza en Él, el Señor se ve impedido de obrar en mí el
gran milagro de mi propia conversión y santificación!
Pidámosle al Señor todos los días que Él aumente nuestra
pobre fe, y nosotros pongamos los medios necesarios para hacer que esta fe, por
la lectura y meditación constante de la Escritura, por el estudio asiduo del
Catecismo, por la oración perseverante y la acción servicial y evangelizadora,
se haga cada vez más fuerte y coherente.
«Muchos creen tener la fe de la Iglesia, que es la misma que
la de María y los Apóstoles. Pero, ¿será así? No basta con decir “Señor, Señor”
para salvarse: “No todo el que me diga ‘Señor, Señor’, entrará en el Reino de
los Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial”. No basta con
repetir el credo. No basta con acoger la Palabra, hay que permitir que obre en
nosotros sus bendiciones, hay que cooperar —con decisión y constancia, incluso
con cierto método personal— desde la propia libertad. Es la vida misma la que
debe reflejar lo que se cree. San Beda, el Venerable, en su Comentario a las
siete Epístolas Católicas, dice: “debe entenderse que cree verdaderamente aquel
que realiza en sus hechos aquello que él cree”».
Véase el tema completo en:
Rvdo. P. Jürgen Daum, Domingo XIV del Tiempo Ordinario
(Ciclo B). «No podía hacer ningún milagro, por su falta de fe» http://multimedios.org/docs/d002338/
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