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Lo otro que yo

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¿Cómo reconocerme a “mí mismo” cuando en mí hay otros tan presentes como yo? Yo, soy lo otro, el otro, lo diverso y semejante. Aquello que no reconocí y que no quiero ser, que niego. Yo soy todo y nada de las personas con que he interactuado. ¿Cómo no reconocerme? ¿Cómo no conocerme? ¿Cómo no conocer aquello de lo que fui, de lo que soy? Toda esta brutal insatisfacción, falta de espacio, de suerte: aglomeración, conglomeración, multitud, masa. La lucha por el reconocimiento, pero por sobre todo, la lucha por mi lugar en la masa. Aquél en el que me reconocí, reclama mi lugar, mi posición, mi circunstancia. No hay nada seguro. El espacio que propone la demografía no existe, es ficticio. No es egoísmo. Amanecí y todo estaba lleno, ocupado. Hace falta espacio, espacio que me han quitado, como rapazmente lo he quitado. Masa, legión, número, así nos llaman. La catástrofe es masiva, pero ni con la defunción de miles de personas encuentro mi lugar; todo ya está vivido, acotado a un guion

Incidencia

Tantas cosas que plasmar y algunas de ellas frivolidades. En el mucho hablar no faltará pecado y mis impresiones son tan subjetivas y egoístas como las de cualquier niño. Trato de buscar en las cosas el lado bueno y a veces busco su sentido. Aquellos infortunios y problemas, aquellas dificultades como la muerte y la vida. La vida azarosa llena de obstáculos, tristezas, decepciones que algunos afectan y a otros ayudan. Infortunios e infelicidad de no gozar el objeto de deseo. La muerte que nos quita por completo la existencia. La poesía cuenta lo que el hombre en verdad es, su tragedia, su drama: ese sentido oculto por la vida, por los dioses, por el destino; su menesterosidad e indigencia. Ni los dioses responden a tanta insistencia. “Zeus: ¡Oh dioses! ¡De qué modo culpan los mortales a los númenes! Dicen que las cosas malas vienen de nosotros, y son ellos quienes se atraen con sus locuras infortunios no decretados por el destino” (Homero, La Ilíada). Samuel Hernández Vázquez

Oda al recuerdo de un guamúchil

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Me criaste entre tus ramas, de tus frutos primaverales me servía, no sólo de tu sombra y abrigo.   Aquella infancia eterna, como tú: fuerte, lozano, frondoso… Eras tú, majestuoso árbol, quien me conectaba con el mundo de la imaginación .   ¡Te recuerdo, oh guamúchil!  Como a mi infancia lejana, crisálida y sombría. ¡Como...! Como una parte de mí.   ¿Era yo..., eras tú..., tus frutos?  Era…, me invade la nostalgia. T u abrigo se perdió en la negrura y espesura de la noche.   Te veo en la distancia, lejano de mí, incierto, inmóvil. Ya no me llamas ni por tus  ramas ni por tus  frutos . Samuel Hernández Vázquez

Diáfana espera

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Esperar, esperar, ... que pronto la desesperación se vuelca en calma. Hay cosas que no he captado su existencia o al menos, aún no he aprehendido su sentido. Con la espera no se gana nada, se adquiere experiencia en los sentidos, para ver pasar el mundo de “otros” o de “Aquel Otro”. La espera engendra un tipo de visión acorazada, vuelto común, que ya no permite saborear la amarga desesperanza. Pasa el tiempo, diáfana faena, como “otro”,  oblicua soledad impenetrable. La espera engendra conocimiento, aquel muy sabio: “las perlas no se echan a los puercos”. Emana un brillo tenue, grisáceo, suave que no le es propio y resplandece gracias a un brillo mejor: el de una recompensa o el de una profecía. El tiempo, transcurrido en mi presencia me devela en la esencia de las cosas, como si lo “otro” fuera muy parecido a mí, como si le reclamara en mis acciones. Mi condición también se desnuda a sabiendas de que no hay nada que temer en mi oscura soledad. Busco un punto acorazado, ahora