Diáfana espera

Esperar, esperar, que pronto la desesperación se vuelve calma; siempre hay cosas que no he captado su existencia o al menos, aún no he aprehendido su sentido. Con la espera no se gana nada, se adquiere experiencia en los sentidos para ver pasar cristalizado el mundo de los otros y de aquél Otro. La espera engendra un tipo de visión acorazada donde ya no te permite saborear en la boca la amargura de la desesperanza. Pasa el tiempo en la crisálida y diáfana faena del tiempo como todo un otro.
Ausencia de mí mismo recluido en mi oscura soledad donde nadie penetra. La espera engendra conocimiento, aquél muy sabio: “las perlas no se echan a los puercos”. Ese brillo tenue, grisáceo y suave, que no es propio, resplandece gracias a un brillo mejor como cuando se espera una recompensa o el cumplimiento de una profecía. La espera no tiene premio, el tiempo del otro transcurrido en mi presencia me desvela y desnuda la esencia de las cosas, como si el otro fuera muy parecido a mi, como si le reclamara en mis acciones; mi condición también se desnuda; a sabiendas que no hay nada que temer en mi oscura soledad, busco un punto de reclusión, ahora más solido y fuerte, para esta vez tapar de manera hermética mi miseria.
El conocimiento experimentado de el tiempo de mi actual presencia se descubre inerte donde el otro paso su éxtasis sin gloria. Así, la espera corona con la victoria al ser enamorado del crisálido tiempo. Distante y ausente el ganador de la espera recibe su faena acorazada como bendito premio.

Samuel Hernández Vazquez

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